Lo qué si podemos pensar, si reflexionamos mínimamente, es en el aspecto iconográfico que tenemos de Cristo. ¿No le recuerda a nadie? Nos consta que los nuevos jerarcas cristianos, procedentes de una cultura clásica, adaptaron todas las referencias posibles de los cultos antiguos a su nueva religión, para favorecer la asimilación y la conversión a la nueva religión oficial del imperio. La imaginería de la Virgen María, sin ir más lejos, es parecida a la de una matrona romana, con su velo incluido, mil y una vez representadas por esculturas romanas. Busquen en internet imágenes de estatuas atribuidas a representaciones escultóricas de Livia Drusila, esposa de Augusto, y comparen.
Y, ¿en quién se fijaron para representar al hijo de Dios, al elegido, al Cristo, al trino, a quién, en su magnanimidad, se sacrificó por todos nosotros y fundó, según dicen algunos interesados, la Iglesia Católica en la figura de Simón Pedro? Fácil, en Zeus, llamado por los romanos Júpiter, el padre de todos los dioses. Representado en su plena juventud, vigoroso, musculado, de tez clara, ojos claros y larga melena. Con barba. La imagen clásica de Cristo, reproducida después en multitud de líderes políticos, está fundamentada en la imagen icónica de Zeus.
¿Podría ser realmente Jesús negro? Es otra teoría. Podemos estar de acuerdo con esta teoría, o con la otra. Por eso son teorías. Lo único cierto es que, si queremos ver o llegar a imaginar el rostro de la Virgen, de San José, o de Jesús, solo tenemos que mirar a los ojos de los refugiados sirios o de los olvidados palestinos, directos descendientes de los coetáneos a esas figuras. Quizás muchos creyentes se rasgarán las vestiduras solo de pensar en ello.